Si Julio César levantara la cabeza…
Seguro que volvería a expresar su famoso: “Alea jacta est” al salir de sellar su boleto de Lotería o quizás Primitiva -por ser más antigua–.
No nos cabe duda que al decirlo en latín, tan sólo un estudiante clásico (de esos de los que ya no quedan), con bolígrafo y cartera, entendería que el individuo con corona triunfal de laurel acaba de decir una frase que podría “hacerse viral”.
Curiosamente, dicha corona de laurel representaba la victoria. El conquistador César la vestía por vanidad, y por cubrir su incipiente y sobresaliente calva. Y es que por aquel entonces -en el 100-44 a. C.-, no existían los viajes a Turquía para implantarse pelo. Así que el amigo Julio, después de probar todos los remedios contra el suicidio de su pelo, probó -y esto históricamente es rigurosamente cierto-, los ungüentos que Cleopatra había creado y patentado.
Sobre este famoso bálsamo crece-pelo, la egipcia lo había fabricado con grasa de oso, cenizas de ratón, médula de ciervo y dientes de caballo. Mucho y variado animal muerto para no conseguir ni un folículo vivo.
La historia no lo reconoce, pero nuestra hipótesis es que Cleopatra no se suicidó como cuentan, al saber que su flota de guerra fue derrotada por la de Octavio. Éste se mofó de ella y quiso llevarla a Roma para exhibirla en una procesión de triunfo ante la población.
Nuestra reflexionada hipótesis es muy sencilla: al saberse la gobernanta egipcia que la iban a llevar a la pasarela de Roma, se percató de que los romanos se darían cuenta de la verdad de su ungüento: era fraudulento. ¡Se acabaron las ventas y las ganancias!
Cleopatra no pudo soportarlo y, en aquella época, se llevaba el morir a manos de una serpiente venenosa. Al menos, glamurosa, pasaría a la historia.
Alea jacta est. La suerte estaba echada.
Probablemente, así lo expresaron en los periódicos de la época.
Los artistas de la antigüedad nos han dejado representaciones de Cleopatra en monedas romanas y ptolemaicas, esculturas, bustos, relieves, vasijas de cristal, camafeos y pinturas. Pero en ningún bálsamo ni ungüento. Nació para pasar a la historia como la última gobernante de la dinastía ptolemaica del Antiguo Egipto, y es que desde que nació, su suerte ya estaba… sino echada, al menos recostada en una desconocida tumba que hasta hoy en día, la ubicación de sus restos sigue siendo todo un misterio.
Volvamos al presunto e incipiente pelón… Por aquella época, sin redes sociales, sin tertulias, sin patios de colegio ni porteras, ¿quién pudo lanzar el rumor de que Julio César no llevaba corona por marcar moda, sino por peinar escaso cabello…?
Pues un historiador, los cotillas con titulación de la época. En este caso, fue el historiador Suetonio quien afirmó -y esto vuelve a ser de nuevo rigurosamente verídico- que, cuando Julio César recibió permiso para llevar los laureles siempre que lo deseara, suspiró con alivio al saberse protegido, tanto su honor como su despejada coronilla.
¡Muy mal, Suetonio! ¡Muy mal! Es cierto que te pagaron la exclusiva en denarios de oro, pero… siendo historiador, profesor y abogado… ¡¿Tan caros eran los chalets y las cuadrigas, que tenías que vender al pobre Julio?!
Así que un día se levantó y pesaroso expresó: Alea jacta est. ¡Y Con razón! De haber nacido en nuestra época, después de volver de Turquía, habría gritado al salir de la Lotería su célebre frase… espero tener suerte para volver e implantarme otros miles en mis entradas, porque ya parecen salidas.
Si la suerte está echada… sueña y se hará realidad.